La hipocresía ha sido a lo largo de la historia la actitud adoptada por las clases política y eclesiástica en cuánto a la legislación de los juegos de azar se refiere. Mientras se prohibían legal o moralmente para el grueso de la población, la parte pudiente de la sociedad hacía caso omiso a las leyes que ellos mismos promulgaban. Durante los siglos XVII y XVIII los palacios de los reyes de Francia eran poco menos que timbas en las que se cruzaban grandes apuestas a juegos como el Faraón, (antecesor del Faro), y más tarde el Baccarat, en los que de buen grado participaba desde el rey a cardenales como Mazarino. La corte de Catalina la Grande de Rusia no fue una excepción la pasión por las costumbres francesas desde el idioma hasta la moda hizo furor, claro está se exportó también la costumbre de jugar a la ruleta francesa que estaba en auge en toda Europa. Además de en el nuevo continente, la corte era un hervidero de jugadores apasionados entre los que destacaba la Zarina, existían en palacio multitud de mesas de ruleta, algunos escritos aseguran que éstas se encontraban colocadas incluso en las cocinas de palacio.
En Inglaterra, en septiembre de 1890 se produjo lo que se conoce como el escándalo de Tranby Croft en el que se vio envuelto el príncipe, Eduardo de Inglaterra, hijo de la reina Victoria, que llegaría al trono como el rey Eduardo VII. El escándalo se produjo en la casa del millonario naviero Arthur Wilson en Yorkshire que Eduardo había elegido para estar más cerca de las carreras de caballos que se celebraban en Doncaster. En la época Victoriana estaba de moda en Inglaterra el juego del Baccarat, y como no, los residentes de Tranby Croft gustaban de jugar al mismo, a pesar de que en ese momento los juegos de azar se encontraban prohibidos por orden de la Alta Corte de Justicia de Londres, (1886). Estas partidas de Baccarat fueron el germen del asunto, y tuvo una gran repercusión social, ya que además de verse en entredicho la figura del heredero a la corona, (no era su primer escándalo), era la primera vez desde 1411 que un miembro de la realeza debía participar en un juicio en calidad de testigo.
Aunque el más perjudicado por el escándalo fue el heredero a la corona inglesa y como no la institución, los hechos fueron protagonizados por Sir William Gordon Cumming (1848-1930) amigo personal del príncipe de Gales, un militar de gran reputación por su papel en las guerras anglo-zulú. Durante la partida de Baccarat, Arthur Stanley Wilson, (hijo del propietario de la casa), se percató de que Sir William estaba haciendo trampas, comentando en un aparte este hecho con varios de los participantes, que atentos confirmarían poco después que efectivamente Sir William se comportaba como un fullero, cosa más que vergonzosa en una época en que la moral era severa y el honor personal era el mayor valor de un hombre, llegando a medirse a veces por aspectos ridículos a los ojos actuales.
A la noche siguiente, (nueve de septiembre), deciden seguir vigilando su actitud, confirmándose los hechos. Consultado otro de los participantes en el juego, el General William Owen, deciden trasladar al monarca la noticia, éste la recibe con desconcierto y decide tratar el asunto en privado para que no trascienda. Se reúne personalmente con Sir William Gordon Cumming, exponiéndole las sospechas de los demás jugadores. William niega los hechos, pero ante la evidencia de cinco testimonios en su contra, se aviene a firmar un documento en el que se compromete a no jugar a las cartas mientras viva a cambio de que todo quede en el más estricto secreto.
En los días posteriores, alguien rompió el pacto de silencio e hizo público los hechos, los historiadores no se ponen de acuerdo sobre quién fue el delator, la versión más aceptada es que fue Lady Daisy Brooke, una de las amantes del príncipe. La noticia se extendió como la pólvora por la estricta sociedad victoriana que no sólo la emprendió contra Sir William Gordon si no también con el heredero al trono. Sir William acorralado y destruida su imagen de héroe de guerra no vio otra salida que interponer una demanda por difamación contra sus compañeros de juego. Se trató por todos los medios de que esta demanda no prosperara, ya que supondría que el príncipe heredero debía acudir como testigo.
El juicio duró del 1 al 9 de junio de 1891 y dado que implicaba a miembros de la alta sociedad, fue presidido por el presidente del Tribunal Supremo, Lord Coleridge. Es comprensible la expectación que suscitó, la sociedad entera quería estar en el juicio para ver declarar al príncipe Eduardo. Éste negó haber visto nada sospechoso durante el transcurso del juego. Su declaración duró veinte minutos durante los cuales estuvo tenso, nervioso y con una voz apenas audible, según publicó el New York Times. Al día siguiente todos los periódicos coincidieron en que su declaración había sido muy negativa para su imagen como futuro rey de Inglaterra.
La sentencia declaró culpable a Sir William Gordon Cumming, que pasó de héroe a tahúr por su afición a la “poussete”, (trampa consistente en apostar cuando el juego ya está hecho, se dejan sobre el tapete, fichas que se llevan ocultas en el hueco de la mano, en la acción de retirar una apuesta y antes de que se finalice el pago de las mismas), fue expulsado del ejército y tuvo que retirarse para siempre a su finca de Dawlish en Devon, (Escocia), ya que al atentar contra las rígidas reglas sociales de la época fue condenado al ostracismo, ninguno de sus amigos le volvió a dirigir la palabra.
Por su parte el príncipe cayó en popularidad, teniendo incluso que aguantar abucheos públicos en las carreras de Ascot de 1891. Siguió jugando, aunque con más discreción, el Baccarat fue sustituido por el Whist, no obstante, para no perder una larga tradición de hipocresía, en público se mostraba contrario al juego de azar. En una carta dirigida al arzobispo de Canterbury se refería a los juegos de azar y a las apuestas como "una de las mayores maldiciones que un país puede sufrir". Lo que hay que oír.
El asunto ha sido tratado en muchas de las biografías escritas sobre Eduardo VII, aunque de forma escueta, sin embargo, estos hechos sí que se estudiaron en detalle, en algunos libros, el primero de ellos fue publicado en 1932. En 1977 Havers, Grayson y Shankland escribieron "El escándalo real del Baccarat", que posteriormente fue llevado al teatro por Royce Tayton.
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